miércoles, 31 de marzo de 2010

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Enhorabuena a todos. ¡Qué grupo tan multidisciplinar y aplicado! Así da gusto.

En cuanto a mi hazaña dominical... por llamarla de alguna manera, consistió, primeramente, en perderme la cabriolada de Manuel y Mocho (¡cómo me hubiera gustado!), pero mi débil y muy tardío S.O.S. se perdió en el océano de Internet... Otro día será. Por ello, no me quedó más remedio que "montunear" solo. Y es que sí, queridos colegas, parece que finalmente he sucumbido a la llamada de la selva. Vamos, que me empieza a atraer mucho lo de los recorridos arbóreos, las cuestas interminables, los caminos inventados y el barro hasta las orejas. Puse a prueba mis piernas en las pistas del Pedroso. Subí hasta la cima por un lado, bajé por otro, volví a subir por un camino nuevo (hasta llegar al otro repetidor), y bajé por los que había subido en primer lugar, para emprender la vuelta a casa. Un total de 1:37:15.

Desde lo alto de este promontorio, como ya sabéis, se puede disfrutar de manera privilegiada, y a vista de pájaro, de la comarca compostelana (incluso más allá). Pero, por encima de esta visión, siempre desbordante en lo que a lo sensiorial se refiere, estuvieron algunas otras sensaciones. La primavera asomaba, con fuerza, en cada rincón del paisaje, y, desde mi atalaya, podía observar cómo las nubes y claros ensombrecían o alumbraban zonas de terreno de forma aleatoria y dinámica, proporcionando un auténtico espectáculo lumínico. Los pájaros (quién sabe cuáles) celebraban alegremente la llegada del solsticio. Jóvenes insectos alados -en prácticas de vuelo todavía- seguían mi chillón cortavientos con ansia desmedida. A veces, entre zonas de bosque quemado, que conformaban angustiosas hileras de troncos inertes y tiznados, se entreveían zonas frondosas y verdes pobladas de flores amarillas que, al ser bañadas por el sol, impactaban sobremanera a la vista, mostrando, presumidas, su fulgor. ¡Qué grandiosa metáfora del Mundo!, la de la vida nueva e imparable tras un paisaje de muerte y desolación...

¡Ay! ¿para qué pedís crónicas? Uno, que es sensible (y un poco cursi), se emociona y escribe lo que escribe.

Os veo mañana, donde siempre.

Siempre quedará París...

Da gusto leer las crónicas de los compañeros de fatigas. Impresionantes, de verdad.

A continuación os dejo una mía, reciente, por si interesase a alguien. La experiencia fue memorable, creo. Urbana y solitaria, entre otras cosas.

El sábado ya había caminado unas 6 o 7 horas, callejeando por la Ciudad del Sena. Disfrutando de sus boulevares, de sus monumentos, de su gente... e intentando disfrutar al máximo el tiempo que tenía, que no era mucho. De noche, ya en el Hotel, pensé concienzudamente lo que me esperaba al despertar: los lugares que recorrería, el tiempo que precisaría para realizar el itinerario previsto, las pequeñas callejuelas que me servirían de atajo para acceder a los sitios que quería visitar...

Por fin desperté. 7:00 a.m. Desayuné con calma y abundantemente. Subí a la habitación para cambiarme de ropa, y luego me dirigí hacia la puerta del Hotel. Allí me despedí del recepcionista chino. El mismo que me había encontrado cuando llegué, el viernes. O curraba las 24 horas del día, o tenía un hermano gemelo... Me miró con cara rara cuando le expliqué a dónde pensaba llegar corriendo. Seguramente, creyó que le estaba vacilando.

Por fin salí. Mi hotel estaba en Passy, muy cerca de Trocadero. A apenas diez metros, doblando la esquina, ya se veía la Torre Eiffel. Hacía fresco, pero el ánimo podía más. Peor estará el alto Sil, pensé, acordándome de los amigos que allí estaban. Ojalá les vaya bien, deseé interiormente. Y fui cogiendo ritmo, desperezándome al mismo tiempo que lo hacía la emblemática Torre de la helada invernal.

Palais de Chaillot, Pont d´e L´éna, Torre Eiffel, Champs de Mars, École Militaire… inicio maravilloso, de ensueño. Apenas había tráfico, y la poca gente que deambulaba por la calle estaba corriendo, de manera que todos nos saludábamos con un cortés “¡bonjour!” (otro loco, pensábamos).

Les Invalides, Saint-Germain-des-Prés, Saint Sulpice, Palais du Luxembourg, Panthéon, Val de Grâce, Port Royal, Saint Jaques (esta fue la única iglesia en la que osé entrar en pantalón corto, muy poquito, y por razones obvias). De ahí a la Sorbonne, Saint Séverin (un pequeño tesoro, que encontré por azar), para llegar en apenas un minuto a Notre Dame e Ile Saint Louis. Terminada la rive gauche del Sena, me dirigí hacia Bastille (¡quién no se acuerda allí de 1789! El año que cambió el Mundo), y de ahí a la monumental plaza de la République. A través de la extensa Rue Réaumur, llegué a la Ópera de Garnier (más espectacular aún de lo que jamás había soñado). Bajé hacia le Madelaine, y aterricé en la plaza de la Concorde, con su impresionante obelisco, de refulgente remate piramidal. “Sólo” me quedaba subir Champs Elysées hasta el Arco del Triunfo. Leve cuesta arriba que uno coge con todas las ganas del mundo, cual Indurain vestido de amarillo, con la inmensa arcada triunfal al fondo, acercándose muy lentamente. Llegué, por supuesto. Fresco como una lechuga, pero con el tiempo justo para darme una ducha y dejar la habitación, pues ya eran las once menos diez. El sueño se acababa, aunque podria haber seguido horas. Bajé por la Avenue Kléber y llegué, un poco melancólico, a la plaza de Trocadero. Me despedí de la Torre Eiffel desde su magnífica y privilegiada explanada, siempre abarrotada de turistas y vendedores de souvenirs. Respiré hondo, y me prometí a mí mismo que volvería pronto a aquel lugar con Montse (desde que nos conocemos –media vida- siempre ha querido ir a París).

Entré en el Hotel, me duché rebobinando las dos horas y cuarenta minutos de recorrido, cerré la mochila, y la dejé en recepción junto con la llave. Cogí el metro y volví, por segundo día consecutivo, al Louvre. Allí me esperaba un segundo maratón, igualmente emocionante. Esto fue lo último que hice en París, emborracharme de arte hasta perder el sentido. Espero volver acompañado, como he dicho, muy pronto.

Os lo recomiendo.